sábado, 16 de junio de 2007

La Cultura de la Vida



Benedicto XVI administró el 8 de enero de 2006, el sacramento del Bautismo a diez recién nacidos. Dirigió una espontánea y bellísima homilía en la que nos invita a decir «sí» a la cultura de la vida, «no» a la cultura de la muerte.

Homilía de Su Santidad Benedicto XVI

en la Santa Misa y Administración del Sacramento del Bautismo
Capilla Sixtina, Fiesta del Bautismo del Señor, 8 de enero 2006,

Queridos padres, padrinos y madrinas,
Querido hermanos y hermanas!

¿Qué sucede en el Bautismo? ¿Qué se espera del Bautismo? Vosotros habéis dado una respuesta: esperamos para nuestros niños la vida eterna. Esta es la finalidad del Bautismo. Pero ¿cómo puede realizarse? ¿Cómo puede dar –el Bautismo- la vida eterna? ¿Qué es la vida eterna?

Se podría decir con palabras más sencillas: esperamos para nuestros niños la vida buena; la verdadera vida, la felicidad, aunque el futuro nos sea todavía desconocido. Nosotros no estamos en condiciones de asegurar este don para todo el arco del futuro desconocido y, por eso, nos dirigimos al Señor para obtener de Él este don.

A la pregunta ¿cómo sucederá esto? Podemos dar dos respuestas.

La primera: por el Bautismo cada niño se incorpora a una compañía de amigos que no lo abandonarán nunca ni en la vida ni en la muerte, porque esta compañía de amigos es la familia de Dios, que porta en sí la promesa de la eternidad. Esta compañía de amigos, esta familia de Dios, en la cual ahora el niño se inserta, lo acompañará siempre, también en los días de sufrimiento, en las noches oscuras de la vida; le proporcionará consuelo, fortaleza, luz.

Esta compañía, esta familia le dará palabras de vida eterna. Palabras de luz que responderán a los grandes retos de la vida y le prestará indicaciones justas acerca del sendero a seguir. Esta compañía, absolutamente fiable, no desaparecerá nunca. Ninguno de nosotros sabe lo que sucederá en nuestro planeta o en nuestra Europa dentro de cincuenta, sesenta, setenta años. Pero de una cosa estamos seguros: la familia de Dios estará siempre presente y quien pertenece a esta familia no está nunca solo. Tendrá siempre la amistad de Aquél que es la Vida.

Y así hemos llegado a la segunda respuesta.

Esta familia de Dios, esta compañía de amigos es eterna, porque es comunión con Aquel que ha vencido a la muerte, que tiene en su mano las llaves de la vida. Estar en la compañía, en la familia de Dios significa estar en comunión con Cristo, que es vida y da amor eterno más allá de la muerte. Y si podemos decir que amor y verdad son fuente de vida – y una vida sin amor no es vida- podemos decir también que la compañía con Aquél que es el sacramento de la vida, responderá a vuestra espectativa, a vuestra esperanza. Sí, el Bautismo inserta en la comunión con Cristo y así da vida, la vida. Tenemos así interpretado el primer diálogo que hemos tenido aquí, en el umbral de la Capilla Sixtina.

Ahora, tras la bendición del agua, seguirá un segundo diálogo de gran importancia. El contenido es éste: el Bautismo –como hemos visto – es un don; el don de la vida. Y un don debe ser recibido, debe ser vivido. Un don de amistad implica un «sí» al amigo e implica un «no» a lo que no es compatible con esta amistad, un «no» a cuanto es incompatible con la vida de la familia de Dios, con la vida verdadera en Cristo. Y así, en este segundo diálogo, se pronuncian tres «sí» y tres «no». Se dice «no» y se renuncia a las tentaciones, al pecado, al diablo. Estas [tres] cosas las conocemos bien, pero quizá porque las hemos oido demasiadas veces no nos dicen mucho. Así que debemos profundizar un poco en el contenido de estos «no». ¿A qué cosas decimos «no? Sólo así podremos entender a qué cosas queremos decir «sí».

En la antigua Iglesia estos «no» se resumían en una palabra que para los hombres de aquel tiempo era muy comprensible: se renuncia –así se decía- a las «pompas del diablo», es decir, a las promesas de vida en la abundancia, de aquella vida aparente que parecía venir del mundo pagano, de su libertad, de su modo de vivir según lo que apetecía. Era, por tanto, un «no» a una cultura aparentemente de abundancia de vida, pero que en realidad era una «anticultura» de la muerte. Era el «no» a aquellos espectáculos donde la muerte, la crueldad, la violencia se habían convertido en divertimento. Pensemos en lo que se hacía en el Coliseo, o lo que se hacía aquí al lado, en los jardines de Nerón, donde se prendía fuego a hombres como lámparas vivientes. La crueldad y la violencia habían derivado en una una verdadera perversión de la alegría, del verdadero sentido de la vida. Esta «pompa diaboli», esta «anticultura» de la muerte era una perversión de la alegría, era amor a la mentira, al engaño, al abuso del cuerpo como mercancía, como comercio.

Y si ahora reflexionamos, podemos decir que también en nuestro tiempo es necesario decir un «no» a la cultura ampliamente dominante de la muerte. Una «anticultura» que se manifiesta, por ejemplo, en la droga, en la fuga de la realidad hacia lo ilusorio, hacia una falsa felicidad que se manifiesta en la mentira, en el engaño, en la injusticia, en el desprecio al otro, a la solidaridad, a la responsabilidad por los pobres y por los que sufren; que se manifiesta en una sexualidad convertida en mero divertimento sin responsabilidad, en «cosificación» -por decirlo así- del hombre, al que ya no se considera persona, digno de un amor personal que exige fidelidad, sino que se trata como mercancía, como un mero objeto.

A la promesa de aparente felicidad, a la «pompa» de vida aparente -que en realidad es sólo instrumento de muerte-, a esta «anticultura» decimos «no», para cultivar la cultura de la vida. Por eso, el «sí» cristiano, desde los tiempos antiguos hasta hoy, es un grande «sí» a la vida. Este es nuestro «sí» a Cristo, el «sí» al vencedor de la muerte y el «sí» a la vida en el tiempo y en la eternidad.

Como en este diálogo bautismal el «no» se articula en tres renuncias, también el «sí» se articula en tres adhesiones:

-un «sí» al Dios vivo, esto es, a un Dios creador, a una razón creadora que da sentido al cosmos y a nuestra vida;

-un «sí» a Cristo, esto es, a un Dios que no ha permanecido escondido, sino que tiene un nombre, que tiene una palabra, que tiene cuerpo y sangre; a un Dios concreto que nos da la vida y nos muestra el camino de la vida;

-«sí» a la comunión de la Iglesia en la que Cristo, el Dios vivo, entra en nuestro tiempo, entra en nuestra profesión, entra en la vida de cada día.

Podremos decir también que el rostro de Dios, el contenido de esta cultura de la vida, el contenido de nuestro grande «sí», se expresa en diez Mandamientos, que no son un paquete de prohibiciones, de «no», sino que presentan en realidad una gran visión de vida. Son un «sí» a un Dios que da sentido al vivir (los tres primeros mandamientos); «sí» a la familia (cuarto mandamiento); «sí» a la vida (quinto mandamiento); «sí» al amor responsable (sexto mandamiento); «sí» a la solidaridad, a la responsabilidad social, a la justicia (séptimo mandamiento). Esta es la filosofía de la vida, es la cultura de la vida, que deviene concreta, practicable y bella en la comunión con Cristo, el Dios viviente, que camina con nosotros en compañía de sus amigos, en la gran familia de la Iglesia.

El Bautismo es don de vida. Es un «sí» al reto de vivir verdaderamente la vida, diciendo «no» al ataque de la muerte que se presenta con la máscara de la vida; y es «sí» al gran don de la verdadera vida, que se ha hecho presente en el rostro de Cristo, el cual se da a nosotros en el Bautismo y después en la Eucaristía.

He dicho esto como breve cometario a las palabras que en el diálogo bautismal interpretan cuanto se realiza en este sacramento. Además de las palabras, tenemos los gestos y los símbolos, pero seré muy breve al indicarlos.

El primer gesto lo hemos ya cumplido: es el signo de la cruz, que se nos da como escudo que debe proteger a este niño en su vida; es como un «indicador» para el camino de la vida, porque la cruz es el resumen de la vida de Jesús. Después están los elementos: el agua es símbolo de la vida: el Bautismo es vida nueva en Cristo. El óleo es símbolo de la fuerza, de la salud, de la belleza, porque realmente es hermoso vivir en comunión con Cristo. Después, el vestido blanco, como expresión de la cultura de la belleza, de la cultura de la vida. Y finalmente, la llama de la vela, como expresión de la verdad que resplandece en la oscuridad de la historia y nos indica quiénes somos, de dónde venimos y a dónde debemos ir.

Querido padrinos y madrinas, queridos padres, queridos hermanos, demos gracias en este día al Señor, porque Dios no se esconde dentro de la nube del misterio impenetrable, sino, como ha dicho el Evangelio de hoy, ha abierto el Cielo, se ha manifestado, habla con nosotros y está con nosotros; vive con nosotros y nos guía en nuestra vida. Damos gracias al señor por este don y rogamos por nuestros niños, para que tengan realmente la vida, la verdadera, la vida eterna. Amén.

[Traducción de Arvo Net]