martes, 3 de julio de 2007

Trabajar con espíritu.



Comentario Editorial:
La reflexión que encontrarán seguidamente, está centrada sobre la espiritualidad en el trabajo pastoral pero, muy bien puede aplicarse a la vida y el trabajo de todos los días de cada uno de nosotros. Cuando la actividad que realizamos nos da alegría y nos permite expresarnos, el Espíritu Santo está presente alentándonos a continuar con la tarea a pesar de lo esforzada y difícil que pueda resultar.

María Inés Maceratesi


La espiritualidad en la actividad pastoral

¿Por qué a veces sentimos que nuestra actividad pastoral es un obstáculo para nuestra espiritualidad? Quizás porque vivimos un dualismo entre nuestra actividad y nuestro mundo interior, más influyente hoy, que el dualismo entre cuerpo y alma. Para liberarnos de esta triste dicotomía es bueno recordar qué es la "espiritualidad" cristiana. Pero precisemos, antes, qué entendemos por "espíritu".

Espíritu

El sentido originario de la expresión "espíritu" (ruaj), en el Antiguo Testamento, es el de "aire en movimiento". Por eso, aun antes de la creación es impensable sin movimiento: el Espíritu "se movía sobre la superficie de las aguas" (Gn 1, 2).

Cuando significa aliento no se refiere a la aptitud permanente para respirar, sino al golpe de respiración, al resuello, al suspiro, a la exhalación, indicando una vitalidad dinámica. En definitiva, "la misma palabra espíritu significa dinamismo" (Comisión teológica internacional, El Cristianismo y las Religiones, pág. 53).

El adjetivo "Santo" aplicado al Espíritu (Is 63, l0-11; Sal 31, 13) hace referencia a su distinción y trascendencia con respecto a lo mundano. Es casi sinónimo de "divino". Pero en la Escritura suele aparecer la misericordia como lo específicamente divino, como expresión perfecta de la santidad de Dios: "Soy Dios, no hombre; en medio de ti soy el Santo, y no vendré con ira" (Os 11, 9). De hecho este texto de Oseas, que identifica santidad con misericordia, anticipa la identificación que hace Lucas de la perfección divina con la "compasión" cuando cambia el "sean perfectos como Dios" (Mt 5, 47-48) por "sean misericordiosos como el Padre" (Lc 6, 36). Además, así se explica la estrecha relación que establece Pablo entre la donación del Espíritu y el derramamiento del "amor" de Dios en los corazones (Rom 5, 5), librándonos de la cólera (Rom 5, l0).

Esta relación particular del Espíritu con el amor aparece también en 1Cor 12-14, donde se habla de los dones que el Espíritu derrama en el cuerpo de Cristo, pero destacando bellamente el primado del amor por encima de todo otro don.

Así, todo nos invita a entender la expresión "Espíritu Santo" como el dinamismo trascendente del amor divino que se comunica al hombre.



Esta asociación peculiar entre el Espíritu Santo y el amor, ha sido abundante y ricamente explotada en la Tradición de la Iglesia. En Tomás de Aquino, por ejemplo, el Espíritu es "Dios que está presente en la voluntad como lo amado en el amante, y como inclinado hacia el amado" (Contra Gentiles IV, 19). Al mismo tiempo, "la caridad es cierta unión afectiva entre el amante y el amado, en cuanto el amante se mueve hacia el amado considerándolo como uno consigo (Summa Theologica II-II, 27, 2). Vemos, entonces, que el "dinamismo hacia el amado" caracteriza igualmente al Espíritu y a la caridad que lo manifiesta.

En el Nuevo Testamento también se asocia al Espíritu con el simbolismo del viento: se dice que así como el viento sopla donde quiere, así es el que nace del Espíritu (Jn 3, 8). Jesús resucitado "sopla" cuando derrama el Espíritu en los discípulos (Jn 20, 22) y los moviliza hacia una misión. Por eso no es casual que los Hechos asocien el derramamiento del Espíritu en Pentecostés, sacándolos del encierro, con una ráfaga de viento impetuoso (Hech 2, 2).

La "espiritualidad", que se deriva de este impulso, no ha de entenderse, entonces, como un momento meramente subjetivo de la vida cristiana, ni como un conjunto de ejercicios privados, ni solamente como un encuentro íntimo y secreto con Dios. Ha sido la identificación entre "espiritual" e "inmaterial" lo que ha causado esta tremenda confusión, debida a la influencia de algunos filósofos griegos, de la filosofía alemana moderna y del jansenismo. Pero si entendemos la espiritualidad como "el dinamismo del amor que el Espíritu Santo infunde en nosotros", todo cambia maravillosamente porque tal dinamismo puede ser vivido, no sólo en los momentos de recogimiento y de oración privada, sino también en la actividad externa. Toda la actividad del hombre en el mundo –desde el trabajo manual hasta la tarea evangelizadora– puede ser impregnada por ese dinamismo y convertirse en una realidad plenamente espiritual. Por consiguiente, el hombre "carnal", contrapuesto al hombre "espiritual", es el que se encierra en su inmanencia y contradice el dinamismo del amor, cerrándose también a los hermanos. Así se entiende la queja de san Pablo: "Yo, hermanos, no pude hablarles como a espirituales... porque todavía son carnales. Pues mientras haya entre ustedes envidia y discordia ¿no es verdad que son carnales y viven a modo humano?" (1Cor 3, 3-4).




Si el hombre "espiritual" es el que se deja dominar por el impulso de amor que infunde el Espíritu Santo, no podemos decir que sólo los ejercicios íntimos de espiritualidad enriquecen y dan impulso a la acción. También hay que afirmar que la actividad amante en el mundo externo enriquece a la espiritualidad y la hace crecer; ¿de qué manera?, permitiéndole expresarse, desarrollarse y concretarse en la historia.

Si en la acción está presente el dinamismo del amor, hay, entonces, una espiritualidad de la acción misma. La vida del Espíritu (que es el dinamismo del amor que nos inclina hacia el otro) se deja marcar por las características de la propia actividad de amor en la porción de mundo donde es ejercida.

Esta "encarnación" de la espiritualidad en la acción sólo se realiza cuando los actos externos son verdaderamente actos de amor. Pero, si lo único que se considera espiritual son los actos internos y secretos realizados en la soledad y en el recogimiento, la actividad externa sólo se soportará como una imperfección inevitable, carente del dinamismo del Espíritu.

Consecuencias para la espiritualidad pastoral

En síntesis, decimos que la actividad externa, cuando es expresión de amor sincero, es parte integrante esencial de la espiritualidad.

Teniendo en cuenta que la espiritualidad está llamada a un crecimiento, tenemos que advertir que no sólo crece con más actos internos de amor a Dios y mejores momentos de oración privada. Aunque el ejercicio de la espiritualidad suela identificarse con el hábito de acudir a ciertos medios de espiritualidad privada (oración personal, lecturas piadosas, determinados ejercicios privados), el crecimiento sólo será real, si, al mismo tiempo, se producen actos más intensos de amor a Dios y al prójimo en medio de la actividad; en una actividad que tendrá mayor calidad cuanto más amor manifieste.

Agreguemos que la preocupación por la calidad y la perfección de la obra externa es también una expresión de la autenticidad del amor, porque indica que no se le quiere regalar a Dios y a los demás algo mediocre o de poco valor. Contrariamente, la dejadez y el desinterés por la perfección de la obra externa y su eficacia, suelen indicar la pobreza de ese amor y una débil espiritualidad que no alcanza a tocarlo todo. El estilo de la "nueva evangelización exige la conversión pastoral de la Iglesia, coherente con el Concilio. Lo toca todo y a todos: en la conciencia y en la praxis personal y comunitaria, en las relaciones de igualdad y de autoridad; con estructuras y dinamismos que hagan presente cada vez con más claridad a la Iglesia, Sacramento de Salvación Universal" (SD 30).

El intento de amar más, que es una cooperación necesaria con la gracia de Dios, se realiza igual e inseparablemente en los espacios privados y en la actividad externa. Hay que superar aquí la idea de que la espiritualidad se alimenta o se "carga" (como una batería de automóvil) en los espacios de soledad, en la oración privada y en los retiros, para "descargarse" o desgastarse y enfermarse en la actividad. Es indispensable tomar clara conciencia de que la riqueza espiritual se alimenta de ambas maneras, y por lo tanto es necesario procurar al mismo tiempo crecer en ambas dimensiones.

Por ejemplo: si en la íntima contemplación nos hemos detenido en la Palabra de Dios, no dejamos de encontrarnos con ella cuando la predicamos. Más bien, en la predicación, nuestro encuentro con la Palabra se abre a nuevas dimensiones, se manifiesta, se amplía y se concreta produciendo un fruto maduro. Igualmente, cuando un sacerdote contempla el misterio de la gracia en la oración, no abandona esa contemplación cuando va a bautizar o a administrar la reconciliación, sino que en la misma celebración de los sacramentos concreta, profundiza e inserta el fruto de su oración en la historia; así la contemplación se enriquece y alcanza su plenitud.

Cuando la actividad y las relaciones no tienen espiritualidad

Digamos también que hay actividades que no santifican, que no cualquier actividad es expresión y alimento de la espiritualidad. Una acción evangelizadora realizada para obtener prestigio, gloria personal o para dominar y aprovecharse de otros, no es, evidentemente, un dinamismo espiritual.

Sólo es realmente espiritualidad, una actividad que esté motivada e impulsada por el amor a Dios y al prójimo. El crecimiento espiritual supone que la persona viva ya en la gracia santificante y, por lo tanto, su existencia esté marcada por el dinamismo de la caridad, que motiva y provoca actos generosos, sinceramente fraternos, gratuitos, impregnados de confianza en Dios y de auténtica misericordia.

Cuando alguien advierte que su vida se ha empobrecido, que ha perdido gozo y entusiasmo, que se ha apagado el fervor espiritual y el dinamismo evangelizador, no basta aumentar el tiempo de oración personal y los actos piadosos privados. Es indispensable, al mismo tiempo, revisar el modo en que se está viviendo la actividad, pues, tal vez, el problema radique en la falta de "calidad espiritual" de la acción. Será la manera más certera de renacer espiritualmente en una crisis para una verdadera curación del corazón.

Esto vale también para las crisis comunitarias: en estas situaciones no basta crear estructuras que favorezcan la comunión, ni tampoco que cada uno de los miembros rece más. Es necesario promover y alimentar una "espiritualidad" de la comunión que se viva en el encuentro concreto de unos con otros… ¿pero qué es esta espiritualidad de la comunión?, ¿es algo más que los actos interiores de amor al prójimo…? En realidad es algo intermedio entre la espiritualidad vivida en la solitaria relación con Dios y las estructuras comunitarias externas. Se trata del dinamismo del Espíritu que no se agota en la íntima relación con Dios, sino que impregna el modo de relacionarse con los demás. Esto produce un estilo que marca el mundo concreto de las relaciones humanas y no sólo las actitudes internas hacia los demás.

Para ejemplificar las características de este estilo, donde se conectan lo interno con lo externo, podemos retomar algunas expresiones de Juan Pablo II: es la "capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como ‘uno que me pertenece’, para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad" (Novo Milenio Ineunte, 43). También "es saber ‘dar espacio’ al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cfr. Gál 6, 2) y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos asechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias" (Novo Milenio Ineunte, 43).

En el desarrollo de este "estilo espiritual" de relaciones, la acción del Espíritu en lo íntimo de los corazones se derrama hacia el mundo externo y se convierte en el "alma" de los instrumentos externos de comunión. De otro modo, sólo serían máscaras de comunión y expresiones externas carentes de "espiritualidad".

Pbro Dr. Víctor M. Fernández


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