Por: Javier Úbeda Ibáñez
La sociedad civil o comunidad política no es un mero agregado de hombres –como afirman tanto el individualismo como el colectivismo-, sino una verdadera sociedad o unidad orgánica. Como toda sociedad, la comunidad política tiene como principio fundamental de ser el fin al que todos deben colaborar. Esto exige de todos –autoridades y ciudadanos- una actitud de activa colaboración hacia el fin propio de la comunidad política; y a este fin, por ser común a todos, se le llama el bien común.
Por bien común se entiende la suma de aquellas condiciones de la vida social, mediante las cuales los hombres pueden conseguir con mayor plenitud y facilidad su propia perfección; o sea, el conjunto de aquellas condiciones con las cuales los hombres, las familias y las asociaciones pueden lograr más plena y fácilmente su perfección. El bien común consiste sobre todo –aunque no únicamente- en el respeto de los derechos y deberes de la persona humana, de modo que en la época actual se considera que el bien común estriba principalmente en la defensa de esos derechos y deberes.
Un criterio importante es que el bien común, aunque abarca la producción de bienes y su fomento, no consiste en la suma total de éstos, sino en su justa distribución entre los individuos, las familias, los diversos sectores y las distintas naciones.
Respecto al bien común debe tenerse en cuenta su dimensión histórica. Las exigencias correctas del bien común están en íntima relación con las condiciones de cada época; como éstas están sometidas a continuos cambios, al mudarse, se mudan también las exigencias del bien común. Por ejemplo, no son iguales las exigencias del bien común en tiempo de abundancia que en tiempo de escasez, etc.
La comunidad política no existe únicamente en razón de los bienes materiales. Aunque es frecuente en nuestros días pretender limitar la finalidad de la sociedad civil al desarrollo económico y social, se debe tener presente que, además de los bienes materiales, el bien común abarca también la dimensión moral del hombre y, en general, las exigencias del espíritu. De entre las diversas facetas del bien común, la dimensión moral tiene primacía; por eso, la llamada legislación permisiva es profundamente contraria al bien común y ocasión de degradación de la sociedad. En consecuencia, las leyes, no sólo deben ser conformes a la moral, sino que deben además favorecerla positivamente.
La razón de ser de la autoridad civil es el bien común, en el que se basa la legitimidad de su ejercicio. Por eso, si se desvían del bien común, los mandatos de la autoridad pierden su obligatoriedad y constituyen también un abuso de poder. De esta razón de ser de la autoridad, se desprende que ésta tiene el deber de garantizar y proteger los derechos de todos, especialmente de los sectores más deprimidos.
La comunidad política se ordena a la perfección de las personas y, por tanto, la organización pública no está para quitar a las personas los cauces de su perfección y realización personales –lo cual las empobrecería-, sino para coadyuvar en ellas y potenciarlas. La misión del Estado es la de fomentar, ayudar y, cuando sea menester, suplir la iniciativa de los ciudadanos.
La Administración pública tiene como finalidad dirigir y ordenar la actividad tendente al bien común, fomentarla y arbitrar los medios para alcanzar dicho bien; el bien común es la ley suprema –además de la razón legitimadora- del ejercicio del poder público. Pero el sector público no es el único agente del bien común, pues éste, por ser la finalidad de la comunidad política, constituye también tarea de todos los ciudadanos. Todos deben tener conciencia de su responsabilidad por el bien común, y es tarea urgente renovar en todos esta conciencia.
La responsabilidad de los ciudadanos en orden al bien común tiene como dos vertientes. Por una parte, es un deber ciudadano primordial –que obliga en conciencia- intervenir, según las propias posibilidades, en las distintas esferas de la vida pública. Entre las manifestaciones de la pérdida de sentido de este deber están el desinterés por la vida pública, el abstencionismo electoral, el fraude fiscal, la crítica estéril de la autoridad y la defensa egoísta de los privilegios a costa del interés general.
Por otra parte, los ciudadanos, en la medida de sus facultades, han de dar a sus bienes –materiales y espirituales- y actividades un sentido social, poniéndolos al servicio del bien común; se abre así el gran campo de las actividades culturales, benéficas, científicas, asistenciales, deportivas, etc., con sentido social, promovidas por la iniciativa de los ciudadanos.
La sociedad civil o comunidad política no es un mero agregado de hombres –como afirman tanto el individualismo como el colectivismo-, sino una verdadera sociedad o unidad orgánica. Como toda sociedad, la comunidad política tiene como principio fundamental de ser el fin al que todos deben colaborar. Esto exige de todos –autoridades y ciudadanos- una actitud de activa colaboración hacia el fin propio de la comunidad política; y a este fin, por ser común a todos, se le llama el bien común.
Por bien común se entiende la suma de aquellas condiciones de la vida social, mediante las cuales los hombres pueden conseguir con mayor plenitud y facilidad su propia perfección; o sea, el conjunto de aquellas condiciones con las cuales los hombres, las familias y las asociaciones pueden lograr más plena y fácilmente su perfección. El bien común consiste sobre todo –aunque no únicamente- en el respeto de los derechos y deberes de la persona humana, de modo que en la época actual se considera que el bien común estriba principalmente en la defensa de esos derechos y deberes.
Un criterio importante es que el bien común, aunque abarca la producción de bienes y su fomento, no consiste en la suma total de éstos, sino en su justa distribución entre los individuos, las familias, los diversos sectores y las distintas naciones.
Respecto al bien común debe tenerse en cuenta su dimensión histórica. Las exigencias correctas del bien común están en íntima relación con las condiciones de cada época; como éstas están sometidas a continuos cambios, al mudarse, se mudan también las exigencias del bien común. Por ejemplo, no son iguales las exigencias del bien común en tiempo de abundancia que en tiempo de escasez, etc.
La comunidad política no existe únicamente en razón de los bienes materiales. Aunque es frecuente en nuestros días pretender limitar la finalidad de la sociedad civil al desarrollo económico y social, se debe tener presente que, además de los bienes materiales, el bien común abarca también la dimensión moral del hombre y, en general, las exigencias del espíritu. De entre las diversas facetas del bien común, la dimensión moral tiene primacía; por eso, la llamada legislación permisiva es profundamente contraria al bien común y ocasión de degradación de la sociedad. En consecuencia, las leyes, no sólo deben ser conformes a la moral, sino que deben además favorecerla positivamente.
La razón de ser de la autoridad civil es el bien común, en el que se basa la legitimidad de su ejercicio. Por eso, si se desvían del bien común, los mandatos de la autoridad pierden su obligatoriedad y constituyen también un abuso de poder. De esta razón de ser de la autoridad, se desprende que ésta tiene el deber de garantizar y proteger los derechos de todos, especialmente de los sectores más deprimidos.
La comunidad política se ordena a la perfección de las personas y, por tanto, la organización pública no está para quitar a las personas los cauces de su perfección y realización personales –lo cual las empobrecería-, sino para coadyuvar en ellas y potenciarlas. La misión del Estado es la de fomentar, ayudar y, cuando sea menester, suplir la iniciativa de los ciudadanos.
La Administración pública tiene como finalidad dirigir y ordenar la actividad tendente al bien común, fomentarla y arbitrar los medios para alcanzar dicho bien; el bien común es la ley suprema –además de la razón legitimadora- del ejercicio del poder público. Pero el sector público no es el único agente del bien común, pues éste, por ser la finalidad de la comunidad política, constituye también tarea de todos los ciudadanos. Todos deben tener conciencia de su responsabilidad por el bien común, y es tarea urgente renovar en todos esta conciencia.
La responsabilidad de los ciudadanos en orden al bien común tiene como dos vertientes. Por una parte, es un deber ciudadano primordial –que obliga en conciencia- intervenir, según las propias posibilidades, en las distintas esferas de la vida pública. Entre las manifestaciones de la pérdida de sentido de este deber están el desinterés por la vida pública, el abstencionismo electoral, el fraude fiscal, la crítica estéril de la autoridad y la defensa egoísta de los privilegios a costa del interés general.
Por otra parte, los ciudadanos, en la medida de sus facultades, han de dar a sus bienes –materiales y espirituales- y actividades un sentido social, poniéndolos al servicio del bien común; se abre así el gran campo de las actividades culturales, benéficas, científicas, asistenciales, deportivas, etc., con sentido social, promovidas por la iniciativa de los ciudadanos.
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