lunes, 16 de julio de 2007

Iglesia y Sociedad: pensando en el futuro



por Sergio Zalba
Publicado en la Revista on line www.san-pablo.com.ar


Entre la sociedad actual y la institución eclesiástica existe un punto de desencuentro fundamental. Y, tal como están dadas las cosas, parece irreductible, irreconciliable, imposible de superar.

Las sociedades contemporáneas valoran cada vez más la pluralidad como aquello que las enriquece y las fortifica. Y son, de hecho, cada vez más plurales en todos los sentidos posibles: en el político, el étnico, el filosófico, el moral, el religioso... La institución eclesiástica, en cambio, junto a todo su andamiaje organizativo y doctrinal, es sustancialmente uniforme.

Las sociedades, en general, han descubierto que su madurez es directamente proporcional al afianzamiento democrático de sus instituciones y de sus relaciones internas. La institución eclesiástica, por el contrario, es jerárquica y magisterial: la autoridad está por encima de la opinión.

Las sociedades tienden a autonomizarse en espacios cada vez más reducidos. Tras la creciente valoración y reconocimiento de lo local-regional y la importancia de sus peculiaridades, los caminos organizativos apuntan a trazarse desde lo menor hacia lo mayor. La institución eclesiástica, por su parte, se organiza de arriba hacia abajo, del centro hacia la periferia.


Verdades: dichas y por decir

Pero este desencuentro no sólo pasa por lo organizativo. Es que lo organizativo siempre depende algo anterior, de postulados fundantes, de convicciones previas.

La institución eclesiástica parte del dato "revelado", y lo revelado no está sujeto a discusión. Lo revelado es la verdad en sí misma y eterna dicha por el Autor de toda verdad. De allí que la Autoridad sea el criterio básico del modelo organizativo. Las sociedades contemporáneas, en cambio, se las tienen que ver con lo no-revelado, lo no-dicho, lo que siempre está por decirse.

No es este el momento ni el lugar apropiado para analizar la legitimidad actual del modelo eclesiástico. Eso, según se desprende de lo ya dicho, supondría no sólo un análisis de tipo histórico-eclesiológico sino, y sobre todo, una revisión de qué se entiende por revelación y cuáles son los contenidos que esta incluye (al cumplirse cien años de la llamada "crisis modernista" no vendría mal volver sobre el asunto) Pero la pregunta, de todos modos, se convierte en inevitable: ¿cómo pueden interactuar hoy, la institución eclesiástica y las organizaciones sociales, partiendo ambas de presupuestos y de contextos tan disímiles? ¿Pueden?

No son pocos los que dicen que "no"; que en el siglo XXI ya no hay interacción posible salvo en algunas acciones solidarias y en algunos particulares ámbitos académicos. Y esto se dice de distintos modos, pero desde ambos lugares. Unos, opinan que la Iglesia es el residuo institucionalizado de una mentalidad arcaica, primitiva, ingenua. Los otros, que la corrupción mental producida por la modernidad trajo como resultado a la dictadura del relativismo y al laicismo como estructurante social. Para los unos, entonces, el diálogo carece de sentido. Para los otros, como el diálogo es imposible, apuestan a la restauración.


Un nuevo lugar

Por lo que a mi respecta, creo que sí, que tal como ocurre en algunos casos, la interacción profunda -no meramente circunstancial- puede producirse. Pero para ello, deberían generalizarse algunas condiciones.

En mi opinión, si la institución eclesiástica no quiere convertirse en una pieza de museo, en una antigualla de aparador a la que nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos observen cada tanto como un recuerdo de los abuelos deberá, necesariamente, resituarse frente a la sociedad y redescubrir su lugar propio y específico. No para conservar alguna cuota de poder; sí, para no renunciar a su misión fundante: el anuncio del Reino.

En la búsqueda de ese lugar, habrá de ofrecerse al mundo como madre y servidora. Lo de "maestra" ya no parece muy apropiado, aunque tenga cosas para enseñar. Habrá de asumir, por tanto, que ya no tiene aquel sitial de privilegio que construyó durante siglos, ni entre las instituciones ni entre los individuos. Y deberá asumir, sobre todo, que no está mal que así sea, que eso es bueno.

Según lo veo, habrá de ofrecer sus verdades con la humildad propia de quien se sabe en camino, no con la arrogancia del que se estima en la meta; ofrecerlas como quien da lo que tiene, sin lobys, sin demonizaciones para quienes no acepten su ofrecimiento. Cuanta menos obediencia exija y cuanto más desde el llano sean sus aportaciones, mayor será su credibilidad.


Tensiones, desencantos, preguntas…

Pero la institución eclesiástica no sólo se vincula con la sociedad civil, con las organizaciones del mundo, con los estados, con las otras religiones… También lo hace, y de modo específico, con quienes han resuelto seguir a Jesús en la Iglesia Católica. Y este es el punto que ahora me interesa señalar.

Hablé hasta aquí de la "institución eclesiástica" en tácita distinción con la Iglesia Pueblo de Dios, la comunidad de los bautizados, la asamblea de los creyentes. Porque resulta, y no se trata de un dato menor, que esta comunidad de bautizados la formamos personas que también vivimos en sociedades. Y en estas mismas sociedades, con las mismas características de pluralidad y de valoración de lo diverso que mencionamos más arriba.

Y es aquí donde el caldo se pone espeso. Porque el quiebre entre Iglesia-sociedad tiene su correlato en la tensión Iglesia-Iglesia. Y esta tensión, según parece, crece a pasos agigantados. Sus manifestaciones más evidentes se observan en el desencanto de tantos cristianos que, sin renunciar a la fe, abandonan sistemáticamente sus vínculos con lo institucional. Y no me refiero sólo ni primeramente a la práctica preceptual, sino al deterioro creciente de toda adhesión a la autoridad eclesiástica, a sus normas y a la explicitación doctrinal como un todo inapelable.

Es que no es para menos. Nadie apetece la esquizofrenia, al menos concientemente. Y hay nuevas preguntas que exigen renovadas repuestas: ¿Podemos ser plurales por un lado y uniformes por otro? ¿Podemos valorar la participación y la democracia en el mundo e ignorarla al interior de la Iglesia? ¿Podemos insistir en la igualdad de derechos y de capacidades entre el varón y la mujer pero sólo en las estructuras civiles, sin que ello se refleje en la institución eclesiástica? ¿Podemos celebrar el amor de los distintos modelos familiares y conyugales con los que coexistimos en la sociedad y a la vez deslegitimarlos en el ámbito eclesiástico? ¿Podemos valorar la razón científico-técnica como favorecedora de mejores condiciones de vida pero desestimarla en cuestiones teológicas, bíblicas o morales?

En fin, si es por preguntas, las hay a carradas. Y no se trata de responderlas con soberbia ni de saltar por fuera del catolicismo. Pero tampoco, de buscar sus respuestas en el arcón de los recuerdos. Para eso, con el retorno al misal latino de 1962 ya tenemos la cuota al día.

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