viernes, 3 de octubre de 2008

Catequistas: los puntos débiles en su espiritualidad


Desde los catorce hasta los dieciocho años fui catequista de iniciación. Luego nunca dejé de ser catequista. También cuando era párroco, yo mismo daba catequesis a los niños y jóvenes más “difíciles”, que podían obstaculizar la tarea normal de los catequistas. Más allá de lo cuestionable de esa opción, creo que refleja que no quería privarme del gozo de la catequesis. Ahora prefiero ejercer este ministerio en la predicación, respetando el carisma de los laicos catequistas.

Desde esta experiencia personal, más que desde mi función de teólogo, quisiera plantearles una cuestión que siempre me ha preocupado y donde me parece que todavía tenemos que crecer mucho.

Lamentablemente, cuando se habla de la espiritualidad del catequista suele decirse lo mismo que podría afirmarse de un sacerdote, una religiosa o un monje. Porque se sostiene que la espiritualidad del catequista está integrada por la oración personal, la lectura de la Biblia, la Eucaristía, y suele agregarse la Liturgia de las Horas. De este modo no se habla de una espiritualidad específica del catequista, ni siquiera de una espiritualidad, sino sólo de algunos medios de espiritualidad.

Espiritualidad de la actividad catequística

La espiritualidad que caracteriza a un catequista, como cualquier otra espiritualidad cristiana, está marcada por las notas propias de su misión. No se trata de espacios de espiritualidad vividos al margen de esa misión, como si uno hiciera un paréntesis íntimo para dedicarse a Dios y la tarea catequística no fuera “espiritual”.

Quizás la confusión provenga de lo que llamamos “espiritual”, que no es lo inmaterial, lo escondido, lo oculto, la pura intimidad. Si leemos bien la Biblia podemos advertir que “espiritual” es el impulso del Espíritu Santo que nos mueve al amor. Ese impulso de amor se vive tanto en la soledad como en el encuentro con el hermano, tanto en el recogimiento como en la actividad.

Por eso, cuando el catequista tiene un momento de contemplación en la oración, eso que contempla permanece en su corazón cuando va a dar catequesis, y lo vive en la misma actividad catequística. Es más, eso que se contempla en la oración se hace más maduro cuando se pasa a la acción; se enriquece, se expresa, se aplica, se profundiza, se proyecta y crece en el ejercicio de su ministerio catequístico.

Como consecuencia, cuando el catequista termina un encuentro catequístico y vuelve a tener un momento de recogimiento, ese encuentro solitario con Dios es más rico que el anterior, porque ahora está cargado con la riqueza que le ha dado la vida, y más concretamente, el encuentro catequístico que ha vivido.

La espiritualidad es el dinamismo del amor que el Espíritu infunde en nuestros corazones e impregna toda nuestra vida. Pero ese dinamismo del amor está marcado, enriquecido, adornado, embellecido por unas notas distintivas que le vienen de la misión que uno debe realizar, de la tarea concreta que debe desempeñar para el bien de los demás. Por eso no ama de la misma manera un catequista que un monje o que un predicador itinerante.

¿Cuáles son entonces las características propias de una espiritualidad catequística, es decir, de la actividad catequística con su mística propia?

1. Una imagen de Jesús

En primer lugar digamos que la misma imagen de Jesús que tiene un catequista está marcada por su misión catequística. El Jesús que se destaca en su oración y en su meditación es el Jesús maestro, el Jesús catequista, el que distribuye el pan de su Palabra y siembra su vida en los corazones; el que se detenía a catequizar a la samaritana, a Nicodemo, a Zaqueo.

Por eso, cuando el catequista contempla a Jesús en la oración, cuando lo adora y dialoga con él, en esa misma oración se siente impulsado a ser catequista como Jesús, allí mismo brota el deseo del encuentro catequístico. No es que va a la oración a sacar fuerzas para “soportar” un encuentro catequístico, o a descansar en el Señor después de haberse esforzado mucho en la catequesis. Si así fuera, su vida espiritual estaría al margen de su misión. En la oración personal le brota el deseo (como un fuego que no se puede apagar) de comenzar el encuentro catequístico, y al terminar el encuentro vuelve a encontrarse con el divino Maestro para agradecerle que ha podido ser instrumento suyo para llegar a los demás con su Palabra.

2. Palabra para dar

Ciertamente la Palabra ocupa un lugar central en la espiritualidad catequística, pero esa centralidad de la Palabra en su espiritualidad se vive tanto en la oración personal como en el encuentro catequístico. Al trasmitir la Palabra a los catequizandos la está gozando, la está escuchando él mismo, se está dejando tocar y está agradeciendo el don de la Palabra, expresándole su amor y vivenciándola.

Es cierto que su relación con la Palabra en el encuentro catequístico será más rica y gozosa si previamente la ha contemplado en la oración solitaria, si la ha rumiado serenamente en su intimidad y la ha aplicado a su propia vida en una prolongada meditación. Pero también es cierto que la oración del catequista con la Palabra no debe ser intimista. Cuando está orando con la Palabra, allí mismo debe brotar el interés por preguntarse qué quiere decir Dios a sus catequizandos con esa Palabra. El amor a Dios siempre se convierte inmediatamente en un impulso de amor al prójimo, y por eso la contemplación de Dios siempre tiende a convertirse en una inclinación hacia el prójimo. Por eso mismo, en su encuentro con la Palabra, el catequista siente el impulso de incorporar a los catequizandos en su meditación orante.

Por consiguiente, lo normal debería ser que el catequista use para su meditación personal el mismo texto bíblico que deberá transmitir a sus catequizandos, y no otro texto que le llevaría a desarrollar una oración personal paralela a su actividad y sin relación directa con ella.

Esto hace que el catequista, en su relación con la Palabra, sea muy sincero, muy abierto, muy sensible. Porque cuando hay algo de esa Palabra que no comprende, que no le dice nada, que no lo motiva, en lugar de escapar de estas dificultades escondiéndose en una abstracción o en una explicación fácil y rápida, el catequista reacciona pensando en sus catequizandos: “Si esta Palabra no me dice nada ¿cómo voy a motivarlos a ellos para que la reciban sinceramente”? “Si yo me rebelo frente a esta Palabra ¿cómo los ayudaré a ellos a comprender y aceptar su sentido para sus vidas?” Y entonces comienza a implorar la ayuda de la Gracia, y hace un nuevo esfuerzo personal por dejarse hablar por la Palabra, por dejarse tocar y movilizar personalmente.

3. Ellos en mí. Juntos en Jesús

En esta misma línea, la intercesión ocupa un lugar y una fuerza muy particular en la oración personal del catequista y en su encuentro con la Eucaristía. Es cierto que esto vale para todos los cristianos; pero en la intercesión del catequista no está presente genéricamente el mundo entero, sino que predominan unos pocos rostros, los de sus catequizandos, con sus historias muy concretas y personalísimas.

Y cuando va a Misa y se acerca a comulgar, no vive un encuentro con Cristo meramente intimista. Al mismo tiempo que dirige intensos actos de amor a Jesús, no puede evitar incorporar a sus catequizandos en ese encuentro, le brota espontáneamente la actitud de entregarlos al Señor, de pedirle por sus necesidades, de ofrecer su comunión por ellos, de ofrecerse como instrumento para que esa vida de la Gracia llegue a ellos. Si la Eucaristía es fuente y cumbre de la vida de la Iglesia, también es fuente y cumbre de la actividad catequística.

4. Pastor, padre y madre

Una clave para entender la espiritualidad propia del sacerdote es la “caridad pastoral”. Pero en realidad deberíamos decir lo mismo de la espiritualidad del catequista, que también es “pastor”de sus catequizandos, aunque de distinta manera. El sacerdote es pastor desde sus funciones específicas e indelegables, que son celebrar la Eucaristía e impartir la absolución sacramental. Es decir, en cuanto es instrumento de la donación de la Gracia santificante, que se derrama sobre todo en esos Sacramentos. De esa manera él da vida a las ovejas y las cura. Pero también lo hace el catequista desde el ministerio de la Palabra: lleva a sus catequizandos a los verdes prados y a las fuentes del agua sobrenatural que restaura (Sal 23, 2-3), y así los cura (Ez 34, 4.16).

Por eso mismo, el catequista ejerce la función de padre y madre para con sus catequizandos. El Concilio nos enseñó que toda la comunidad es madre “a través de la caridad, la oración, el ejemplo y las obras de penitencia” (PO 6). Pero cada uno ejerce esa maternidad de la comunidad de un modo más directo con los que le han sido encomendados particularmente. Por eso el catequista es de una manera especial padre y madre de sus catequizandos (1 Tes 2, 7-8.11-12); gesta para Dios y acompaña en el camino a sus hijos espirituales.

Y en cuanto a la cercanía y el conocimiento íntimo que el pastor tiene de sus ovejas (Jn 10, 14), el catequista es más pastor y más padre-madre que el sacerdote, porque su trato es ciertamente más frecuente y más cercano.

Pero la espiritualidad del catequista implica la convicción profunda de ser instrumento y reflejo de Cristo, en quien los catequizandos deben encontrar a su Pastor, y donde deben encontrar el amor firme y orientador de un padre y la ternura de una madre. Por eso el afecto del catequista es sincero y cálido, pero al mismo tiempo desprendido y oblativo, porque en primer lugar le interesa el bien de los catequizandos y su encuentro con Cristo. Por eso Jesús dijo a Pedro: “Apacienta mis ovejas” (Jn 21, 17). La catequesis no existe en primer lugar para que los catequizandos se hagan amigos del catequista y guarden de él un buen recuerdo, sino para que, a través de él, encuentren vida, fortaleza y alegría en el Señor. Allí está el gozo más profundo de la fecundidad del catequista.Y su sano orgullo no será decir que los catequizandos nunca se han olvidado de él, sino que viven el Evangelio y se dejan guiar por el Espíritu: “Ustedes son mi carta, escrita en sus corazones… no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo” (2 Cor 3, 2-3).

Invitación

Creo que estas son las notas principales de la espiritualidad de la catequesis y del catequista, una espiritualidad totalizante, que se vive tanto en la intimidad como en la acción, tanto en el silencio como en la palabra, tanto en la soledad como en el encuentro catequístico.

La espiritualidad del catequista es un modo específico de amar, y por lo tanto su propia manera de ser “espiritual”. Quisiera que estas breves páginas sean un estímulo para que, juntos, sigamos reflexionando sobre la espiritualidad de la actividad catequística.

Ciertamente habría que incorporar aquí algunas consideraciones sobre María en la función materna del catequista, o sobre la integración de cada uno en la comunidad fraterna de catequistas, y otros aspectos muy ricos que pueden completar lo que acabo de exponer. Los invito a seguir aportando para el bien de todos.

Víctor Manuel Fernández
Fuente: ISCA www.isca.org.ar
Foto: UCA

1 comentario:

Anónimo dijo...

EL CATEQUISTA NO SE PUEDE GUARDAR LA ALEGRÍA PARA UNO MISMO