lunes, 14 de marzo de 2011

El Papa, la Iglesia y los signos de los tiempos


Por Bruno Forte

El reciente libro entrevista de Benedicto XVI permite conocer más de cerca su pensamiento sobre la Iglesia y la sociedad y descubrir las raíces de su amplitud.Es ya un “fenómeno editorial” el libro de conversaciones del papa Benedicto XVI con el periodista alemán Peter Seewald, titulado Luz del mundo. El Papa, la Iglesia y los signos de los tiempos (Herder, Buenos Aires, 2010, 227 páginas). Del texto y de su presentación se ocuparon los principales medios de comunicación de todo el mundo. Miradas de gran significación, como las de las Naciones Unidas, se detuvieron en él. Sin embargo, la atención se limitó a algunas frases, a menudo enfatizadas más allá de su contenido: por ejemplo, con respecto a la “apertura” en el uso del preservativo en algunos casos específicos, lo cual no es otra cosa que la aplicación del principio moral del mal menor y, por lo tanto, algo que no significa una aprobación indiscriminada, capaz de banalizar la sexualidad humana, cuyo ejercicio es considerado siempre por la moral católica como una expresión importante de la orientación del corazón humano hacia Dios y hacia la verdad del amor.

Lo que me gustaría ofrecer en estas líneas es una clave de lectura diferente, una aproximación al texto que supere las versiones mediáticas. Trataré de responder a dos preguntas. La primera es la siguiente: ¿Qué piensa Joseph Ratzinger-Benedicto XVI de la situación actual de la Iglesia y del mundo? ¿Es un pesimista, irreductiblemente concentrado en lo negativo, tal como a menudo lo presentan los medios, describiéndolo como una suerte de juez siempre a la caza de errores, incapaz de percibir la belleza de la vida y del mundo en la variedad de sus aspectos? Quien conozca al menos algo de todo lo que ha escrito o dicho, sabe que este es un juicio infundado: lo que impresiona en el libro es que todo esto sea desmentido con una simplicidad desconcertante por las propias palabras del Papa. El juicio sobre el mundo contemporáneo y la modernidad occidental no responde a lo que muchos creerían: “La modernidad no está hecha sólo de cosas negativas –dice Benedicto XVI–. Si así fuese, no podría sostenerse por largo tiempo. Ella contiene grandes valores morales… cuando se los sostiene –y el Papa tiene que sostenerlos–, hay consenso en amplios ámbitos” (página 33). La actitud que se desprende es la de simpatía y estima frente a la complejidad cultural contemporánea: “Me parece importante no ver sólo lo negativo. Debemos percibir, sí, con toda agudeza lo negativo, pero también tenemos que ver todas las oportunidades de bien que se hayan presentes, las esperanzas, las nuevas posibilidades que existen para nuestra condición humana” (página 75). “Lo importante es que intentemos vivir y pensar el cristianismo de tal manera que asuma en sí la buena, la correcta modernidad” (página 69).

La urgencia de llevar a todos la buena noticia para el Papa es inseparable de esta atención serena y confiada, nunca desprovista del discernimiento necesario: “La pregunta es: ¿dónde tiene razón el secularismo? Es decir, ¿dónde la fe tiene que hacer propias las formas y las imágenes de la modernidad, y dónde tiene que ofrecer resistencia?” (página 70). Está en juego en este diálogo positivo con la cultura de la “aldea global” la misión misma de la que el Papa se sabe responsable: “Debemos acometer con fuerza renovada la cuestión acerca de la cual es el modo en que puede anunciarse de nuevo a este mundo el evangelio de manera que llegue a él, y que tenemos que emplear para ello todas las energías, forma parte de los puntos programáticos que se me han encomendado” (página 142). Aun su parecer sobre los medios de comunicación –incluso sobre los que a menudo presentan a la Iglesia o a la figura del Papa con tonos oscuros– es muy abierto y libre de prejuicios: a ellos –afirma Benedicto XVI– “en la medida en que es verdad, tenemos que estar agradecidos por toda información” (página 40). El fantasma evocado por muchos del complot antieclesial es afrontado así: “Sólo porque el mal estaba en la Iglesia pudo ser utilizado por otros en su contra” (página 40).

La segunda pregunta que deseo proponer es de dónde surgen la serena confianza y el optimismo no ingenuo, articulado y honesto. La respuesta que surge del libro es muy clara: son fruto de una mirada de fe profunda, ejercitada durante años, sin negarse a ningún desafío: “Mi vida entera ha estado atravesada siempre también por esta línea de que el cristianismo brinda alegría, da amplitud” (página 23). En concreto, se percibe aquí la conciencia que el Papa tuvo desde el comienzo de la misión que le era confiada: “Ya en el momento en que fue elegido había podido decirle al Señor con sencillez: ¿Qué estás haciendo conmigo? Ahora, la responsabilidad la tienes Tú. ¡Tú tienes que conducirme! Yo no puedo. Si Tú me has querido a mí, entonces también tienes que ayudarme” (página 16). Conmueve que este Papa se autodefina –más que todos– “simple mendigo frente a Dios” (página 29). “Ser Papa –agrega– no implica poseer un señorío glorioso, sino dar testimonio de Aquel que fue crucificado y estar dispuesto a ejercer también el propio ministerio de esa forma, en vinculación a Él” (página 22).

La “causa” de Benedicto XVI se presenta aquí con toda su fuerza existencial: “Es urgente que la pregunta sobre Dios vuelva a colocarse en el centro. No se trata de un Dios que de alguna manera existe, sino de un Dios que nos conoce, que nos habla y que nos incumbe. Y que, después, será también nuestro juez” (página 62). Lo que está en juego es el hombre mismo, su dignidad y su futuro: “Hoy lo importante es que se vea de nuevo que Dios existe, que Dios nos incumbe y que Él nos responde. Y que, a la inversa, si Dios desaparece, por más ilustradas que sean todas las demás cosas, el hombre pierde su dignidad y su auténtica humanidad, con lo cual se derrumba lo esencial” (página 78). “Que se coloque nuevamente a Dios en primer término” (página 76) es la tarea que el Papa se propone como meta de su pontificado y don de amor al que se siente llamado frente al mundo. “Captar el dramatismo del tiempo, seguir sosteniendo en él la palabra de Dios como la palabra decisiva y dar al mismo tiempo al cristianismo aquella sencillez y profundidad sin la cual no puede actuar” (página 79). Se podrá estar de acuerdo o no con esta opción de fondo; pero estoy convencido de que todo aquel que se preocupe por la suerte de la aventura humana, tanto en el plano personal como colectivo, no puede dejar de reconocer que este desafío nos involucra a todos, al más alto nivel, y que este Papa tiene el coraje de enfrentarlo en profundidad, tanto que su testimonio obliga a pensar y abre perspectivas de luz y de esperanza para todos.

Fuente: Revista Criterio Ed. Marzo 2011

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